"(...) Decía que ningún poder democrático puede pretender regular lo que
ocurre bajo el casco craneal. Ahora bien, por primera vez –permítaseme
que me detenga aquí un momento– se acepta la idea de que la democracia
es compatible con la persecución del pensamiento, una tendencia
facilitada por las nuevas tecnologías, que han deshecho materialmente la
frontera entre pensar y decir.
La iglesia penetraba en los pensamientos
a través de la confesión, que al menos garantizaba la absolución; hoy
el Estado democrático penetra a través de Internet, donde todos
confesamos de manera espontánea y en medio de una creciente inseguridad
jurídica.
Se dirá que entre nuestra cabeza y un tuit hay una decisión,
pero es una decisión muy corta, casi enteramente nada, y ello
como resultado de la propia facilidad tecnológica. Nuestra cabeza es ya
la red misma; pensamos directamente en Twitter, sin pasar por nuestro
propio cerebro, sin rodeos ni mediaciones ni distancias.
Por primera vez el pensamiento de la humanidad es inmediatamente visible para el poder,
lo que obliga sin duda a revisar las leyes, pero también a extremar las
precauciones. Perseguir lo que “pensamos” en la red –con nuestra cabeza
digital– es volver a una lógica primitiva, prejurídica y eclesiástica.
La izquierda debería estar muy atenta. No debería reclamar la
intervención del Estado contra un “pensamiento” racista u homófobo o
machista mientras se escandaliza, con razón, porque meten en la cárcel
al que ha contado un chiste antifranquista o ha hecho un comentario
colérico interpretado, de manera laxa, como exaltación del terrorismo.
El peligro de no distinguir entre violencia y no violencia, entre un
asesinato y una celebración de mal gusto, entre una bomba y un chiste
constituye ya una amenaza real a la que deberíamos oponernos. El
“pecado” está contaminando de nuevo el concepto de “delito” y borrando
asimismo la distinción entre la “persona” y la “acción criminal”.
Así ha
ocurrido estos días, por ejemplo, con la reacción frente a la
revelación de acosos sexuales en Hollywood y la justa reprobación del
actor Kevin Spacey, al
que no debería negarse, sin embargo, como ha explicado muy bien Clara
Serra, su condición de gran artista (ni a nosotros la libertad de ver y
disfrutar sus películas).
La izquierda no debería hacer la más
mínima concesión, por mucha razón que tenga, por mucha rabia que sienta,
por muy justa que sea su causa, al populismo penal y sus violaciones
fronterizas.
La izquierda imagina –y trabaja por establecer– un mundo espontáneamente justo en el que no habrá ninguna diferencia entre pensar, hablar, hacer y omitir,
porque la realidad, de arriba abajo, de dentro afuera, de la cabeza a
los pies, será transparente, homogénea y buena. Tal cosa no ocurrirá
mientras los humanos sigamos siendo chapuzas opacas –mitad carne, mitad
lenguaje– atravesadas por malos pensamientos, palabras hipócritas,
acciones reprimidas y omisiones culpables. Tal cosa no ocurrirá nunca.
Es peligroso incluso intentarlo. Dejemos a un lado las utopías
tautológicas (Todo es Todo), pues sabemos de sobra que tienden a
materializarse como distopías autoritarias o totalitarias en manos de
poderes siempre ajenos que acaban encontrando los medios para imponer
–al pensamiento, la palabra, la obra y la omisión– una misma dirección y
una misma explicación.
Eso es lo que está ocurriendo en España y en
Europa. Frente a este reblandecimiento de todas las diferencias, que no
lleva a más libertad y bondad, sino a más tiranía, sólo tenemos el
Derecho y sus trabajosas distinciones no-católicas.
Y, claro, la Educación Pública." (Santiago Alba Rico, Cuarto Poder, 27/11/17)
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