"Me pasó la última noche de septiembre en Heidelberg,
pero me ha pasado igual con cierta frecuencia en otras ciudades de
Europa y de América, incluso aquí, dentro de España, en conversaciones
con periodistas extranjeros.
Muchas veces, en épocas diversas, con una
monotonía en la que solo cambia el idioma y el motivo inmediato, me ha
tocado explicar con paciencia, con la máxima claridad que me era
posible, con voluntad pedagógica, que mi país es una democracia, sin
duda llena de imperfecciones, pero no muchas más ni más graves que las
de otros países semejantes.
Me he esforzado en dar fechas, mencionar
leyes, cambios, establecer comparaciones que puedan ser útiles. En Nueva
York he debido recordarle a personas llenas de ideales democráticos y
condescendencia que mi país, a diferencia del suyo, no admite la pena de
muerte, ni la cadena perpetua, ni el envío a prisión de por vida de
menores de edad, ni la tortura en cárceles clandestinas.
Fuera de España uno a veces tiene que dar
explicaciones de historia, y hasta de geografía. Hasta no hace mucho
tiempo, un ciudadano español tenía que explicar, aun sabiendo que había
grandes posibilidades de que no se le hiciera ningún caso, que el País
Vasco no se parece al Kurdistán, ni a Palestina, ni a las selvas de
Nicaragua en las que los sandinistas resistían al dictador Somoza.
Uno
explicaba que el País Vasco es uno de los territorios más desarrollados y
con más alto nivel de vida de Europa; y además que dispone de un grado
de autogobierno y hasta soberanía fiscal muy superior a la de cualquier
Estado o región federada del mundo. Lo más que se conseguía era una
sonrisa cortés, aunque también incrédula.
Una parte grande de la opinión cultivada, en Europa y
América, y más aún de las élites universitarias y periodísticas,
prefiere mantener una visión sombría de España, un apego perezoso a los
peores estereotipos, en especial el de la herencia de la dictadura, o el
de la propensión taurina a la guerra civil y al derramamiento de
sangre.
El estereotipo es tan seductor que lo sostienen sin ningún
reparo personas que están convencidas de sentir un gran amor por nuestro
país. Nos quieren toreros, milicianos heroicos, inquisidores, víctimas.
Nos aman tanto que no les gusta que pongamos en duda la ceguera
voluntaria en la que sostienen su amor.
Aman tanto la idea de una España
rebelde en lucha contra el fascismo que no están dispuestos a aceptar
que el fascismo terminó hace muchos años. Les gusta tanto el
pintoresquismo de nuestro atraso que se ofenden si les explicamos todo
lo que hemos cambiado en los últimos 40 años: que no vamos a misa, que
las mujeres tienen una presencia activa en todos los ámbitos sociales,
que el matrimonio homosexual fue aceptado con una rapidez y una
naturalidad asombrosas, que hemos integrado, sin erupciones xenófobas y
en muy pocos años, a varios millones de emigrantes.
La otra noche, en Heidelberg, la víspera
del ya célebre 1 de octubre, en medio de una cena muy grata con
profesores y traductores, tuve que repetir mi explicación, con una
vehemencia que me hizo sobreponerme al desánimo. Una profesora alemana
me dijo que, según le acababa de contar alguien de Cataluña, España era
todavía “Francoland”.
Le pregunté, tan educadamente como pude, qué
sentiría ella si alguien decía en su presencia que Alemania es todavía
Hitlerland. Se ofendió enseguida. Tan calmadamente, tan pedagógicamente
como pude, le aclaré lo que no tiene que aclarar nunca ningún ciudadano
de ningún otro país avanzado de Europa: que España es una democracia,
tan digna y tan imperfecta como Alemania, por ejemplo, y tan ajena como
ella al totalitarismo; incluso más, si atendemos a los últimos
resultados electorales de la extrema derecha.
Si, según su informante
catalana, seguíamos en la tierra de Franco, ¿cómo era posible que
Cataluña dispusiera de un sistema educativo propio, un Parlamento, una
fuerza de policía, una radio y una televisión públicas, un instituto
internacional para la difusión de la lengua y la cultura catalanas? El
reconocimiento de la singularidad de Cataluña era tan prioritario para
la naciente democracia española, le dije, que la Generalitat se
restableció incluso antes de que se aprobara la Constitución.
Extraño
país franquista el nuestro, tan opresor de la lengua y de la cultura
catalana, que elige una película hablada en catalán para representar a España en los Oscar.
Quien ha vivido o vive fuera de nuestro país conoce
lo precario de nuestra presencia internacional, la asfixia
presupuestaria y el mangoneo político que han malogrado tantas veces la
relevancia del Instituto Cervantes, la falta de una política exterior
ambiciosa a largo plazo, de un acuerdo de Estado que no cambie
desastrosamente de un Gobierno a otro.
La democracia española no ha sido
capaz de disipar los estereotipos de siglos. Los terroristas vascos y
sus propagandistas supieron aprovecharse muy bien de ellos durante
muchos años, precisamente aquellos en los que éramos más vulnerables,
cuando a los pistoleros más sanguinarios se les seguía concediendo en
Francia el estatuto de refugiados políticos.
De modo que a los independentistas catalanes no les
ha costado un gran esfuerzo, ni un gran despliegue de sofisticación
mediática, volver a su favor en la opinión internacional eso que ahora
todo el mundo se ha puesto de acuerdo en llamar “el relato”.
Lo habían
logrado incluso sin la colaboración voluntariosa del Ministerio del
Interior, que envió a policías nacionales y guardias civiles a actuar de
extras en el espectáculo amargo de nuestro desprestigio. Pocas cosas
pueden dar más felicidad a un corresponsal extranjero en España que la
oportunidad de confirmar con casi cualquier pretexto nuestro exotismo y
nuestra barbarie.
Hasta el reputado Jon Lee Anderson, que vive o ha
vivido entre nosotros, miente a conciencia, sin ningún escrúpulo,
sabiendo que miente, con perfecta deliberación, sabiendo cuál será el
efecto de su mentira, cuando escribe en The New Yorker que la Guardia Civil es un cuerpo “paramilitar”.
Como ciudadano español, con todo mi fervor europeísta
y viajero, me siento condenado sin remedio a la melancolía, por muy
variadas razones. Una de ellas es el descrédito que sufre el sistema
democrático en mi país por culpa de la incompetencia, la corrupción y la
deslealtad política.
Otra es que el mundo europeo y cosmopolita en el
que personas como yo nos miramos y al que hemos hecho tanto por
parecernos prefiere siempre mirarnos a nosotros por encima del hombro:
por muy cuidadosamente que queramos explicarnos, por mucha aplicación
que pongamos en aprender idiomas, a fin de que se entiendan bien
nuestras explicaciones inútiles." (Antonio Muñoz Molina , El País, 13/10/17)
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